Primera lectura

Proverbios (30,5-9)

Lectura del libro de la Proverbios.

TODA palabra de Dios es digna de crédito,
es un escudo para cuantos confían en él.
No añadas nada a sus palabras,
no sea que te corrija y demuestre tu mentira.
Dos cosas te he pedido,
concédemelas antes de morir:
aleja de mí la falsedad y la mentira;
y no me des pobreza ni riqueza,
sino solo el alimento necesario;
no sea que, si estoy saciado, reniegue de ti
y diga: «¿Quién es el Señor?»;
y si estoy necesitado, me dedique a robar
y a ofender así el nombre de mi Dios.

Palabra de Dios.

Salmo responsorial

Salmo 118  

Tu palabra, Señor, es antorcha de mis pasos.

Aparta de mí el camino falso
y dame la gracia de tu ley. 

Prefiero la ley de tu boca
a miles de monedas de oro y plata. 

Señor, tu palabra es eterna,
en los cielos permanece firme. 

Aparto mis pies del mal camino
para así respetar tu palabra. 

Gracias a tus preceptos soy sensato,
por eso odio los senderos falsos. 

Odio y detesto la mentira,
estoy enamorado de tu ley. 

 

Evangelio

Lucas (9,1-6)

Lectura del santo Evangelio según San Lucas.

EN aquel tiempo, Jesús reunió a los Doce y les dio poder y autoridad para expulsar toda clase de demonios y para curar enfermedades.
Luego los envió a anunciar el reino de Dios y a curar a los enfermos. Les dijo:
—No llevéis nada para el camino: ni bastón, ni zurrón, ni pan, ni dinero. Ni siquiera dos túnicas.
Cuando entréis en una casa, quedaos en ella hasta que salgáis del lugar.
Si en algún pueblo no quieren recibiros, salid de allí y sacudid el polvo pegado a vuestros pies, como testimonio contra esa gente.
Ellos salieron y recorrieron todas las aldeas, anunciando por todas partes el mensaje de salvación y curando a los enfermos.

Palabra del Señor.

Oración

Las oraciones de todos los fieles se reúnen en esta, que dice el sacerdote al comienzo de la eucaristía

DIOS todopoderoso y eterno,
que concediste a san Pío, presbítero,
la gracia singular de participar en la cruz de tu Hijo,
y por su ministerio renovaste las maravillas de tu misericordia,
concédenos, por su intercesión,
que, asociados siempre a los sufrimientos de Cristo,
lleguemos felizmente a la gloria de la resurrección.
Por nuestro Señor Jesucristo.

 

Reflexión

Gasta un ratito de tu tiempo para hacer tuya la Palabra

Afortunados los Doce, que tenían «poder y autoridad para expulsar toda clase de demonios y para curar las enfermedades». ¿Y cómo es que nosotros carecemos de poder y de autoridad? ¿Puede deberse a que llevamos con nosotros muchas cosas? ¿No irá ligada la entrega de tu poder, Señor, a la ausencia de todas esas muchas cosas en las que nos apoyamos? ¿Pero es que acaso no son necesarias estas cosas? ¿Hasta dónde llega la confianza en Dios y empieza el compromiso personal? Se trata de cuestiones que nos dejan pensativos y que parecen sin respuesta, salvo la venida de una oleada suplementaria del Espíritu Santo.

Una cosa es segura: el oficio de apóstol no es en absoluto fácil, expuesto como está a todos los vientos de las modas y a todas las tentaciones. Si carecemos de poderes, resulta fácil crearnos algunos suplementarios y refugiarnos en sucedáneos. Si la acción apostólica es «poderosa», resulta fácil autocomplacerse, como si todo procediera de nosotros.

No es fácil ser siervo y nada más que siervo. No es fácil no deprimirse con los fracasos y no exaltarse con los éxitos. Tal vez resida la debilidad en un arraigado individualismo, por el que sólo lo que hago yo está bien y sólo lo que pienso yo es justo. ¿Y si contáramos con una comunidad con la que confrontarnos, con la que crecer para apoyarnos, con la que valorar el carácter evangélico de nuestra acción, no de una manera abstracta, sino en el orden concreto de la vida cotidiana?